El reto de convivir puede ser entendido como el reto de vivir con otros. No parece exagerado llamar reto a la convivencia, al ser bien alto el número de familias que, cada vez más, quedan disueltas por la separación y el divorcio. Familias que, aún habiendo recurrido al asesoramiento profesional para resolver sus diferencias, han llegado a una situación irreversible, tornándose la ruptura inevitable. Pero no sólo la separación evidencia la falta de estrategias para superar el reto de la convivencia, sino que luego, muchas de estas separaciones, se ejecutan por vía contenciosa, en los juzgados. Habrá, entonces, de ser designado un juez que determine, a través de un convenio regulador de la separación y divorcio, en qué va a consistir el resto de la vida de esta familia. Efectivamente, al haberse reconocido, al menos uno de ellos, plenamente incapaz para velar por el mejor interés de sus hijos, será una tercera persona, con el debido asesoramiento profesional, quien regule la separación.

            Aun a riesgo de desviarme de la intención inicial del presente artículo, recuerdo algunas consideraciones de inestimables beneficios para los hijos de padres separados. O, mejor, me quedo, por ser casi suficiente para que el menor asuma sosegadamente la separación, sólo con una de estas consideraciones: No Hacerles Decidir. Los mayores conflictos emocionales para los menores se derivan de los conflictos de lealtad, de tener que posicionarse junto a papá o junto a mamá. Hacerles Decidir tiene su lógica, si se parte de la idea de que conseguir que el niño haga lo que desea le convertirá en un adulto más feliz. Nada más lejos de la realidad. Orientar a los menores sobre lo que es mejor para ellos les dará más seguridad, al igual que reconducir sus deseos para que puedan desarrollarse plenamente y sobre todo adaptarse a las circunstancias que la vida social les va a imponer. El mantenimiento de los vínculos afectivos con ambos padres, obviamente siempre que ninguno de ellos sea un maltratador o cometa actos negligentes contra sus hijos, aumentará la estabilidad emocional de los menores, disminuyendo hasta en un setenta y cinco por ciento la posibilidad de que en el futuro desarrollen alteraciones emocionales. Por tanto, no basta con atender a lo que desea el menor, sino que debemos estimular una buena relación con ambos progenitores y por supuesto, con sus respectivas familias extensas.

            Al igual que con la lacra de la violencia de género, no basta con no estar a favor. Debemos pronunciarnos en contra para no ser cómplices por omisión. Sí, así es, nos convertimos en aliados del maltratador al no posicionarnos en contra de sus actos. Por tanto, aprovecho e insisto, ser un hombre no significa ser capaz de controlar a una mujer, eso sería algo muy distinto. Ser un hombre es respeto hacia cualquier persona, aceptando su libertad para tomar toda decisión, que estime oportuna, en cualquier momento de su vida.

            Una de las estrategias que podemos aprender desde la infancia para mejorar nuestra convivencia es el reconocimiento de nuestras propias emociones. Identificar cómo nos sentimos nos permite utilizar estrategias para no dejarnos llevar por nuestros impulsos. No se trata de no tener emociones, sino de que éstas nos permitan ser más efectivos. Igualmente, identificar las emociones en los demás será la base de que repitamos o eliminemos algunos de nuestros comportamientos, quedando de esta forma reforzada la conducta prosocial, base de la convivencia.

            Saber convivir, será necesario en innumerables situaciones a lo largo de la experiencia vital, entre ellas, el colegio, el trabajo, las fiestas, los deportes, los viajes… pero, claro, aprender, donde mejor se aprende, es en la familia.